A Gabriela le gustaba decir la verdad, decía las cosas abiertamente, a bocajarro, sin mayor desviación ni retórica. Así la recuerdo hablando de sí misma, de su familia, de los maestros de la universidad. Sus ideas eran tan claras y contundentes como sus gustos e inclinaciones, que parecían haber llegado al mundo antes que ella. A veces es más fácil describir las cosas o las personas desde su ausencia, por el espacio que dejan al partir, que desde su presencia. El contorno de una piedra engarzada, digamos, en una joya, se distingue tanto más nítidamente cuando ya no está la piedra, cuando se ha caído, que cuando está colocada en su lugar, y la nitidez con la que se aprecia la forma quizá opaca la aceptación de la ausencia, especialmente cuando se trata de alguien querido.
Los eventos de la vida vuelven a presentarse aleatoriamente frente a nosotros y es ahí cuando los conocemos realmente. ¿Cuánto durará el recuerdo de mí en el mundo cuando ya no esté aquí? me pregunto ahora que, a raíz del lanzamiento de Resonancias 20/21, proyecto iniciado por amigos, alumnos y lectores del poeta argentino Hugo Gola -que pretende homenajearlo además de publicar y reunir trabajos de escritores que estuvieron de cerca de él- me siento a escribir estas líneas remembrando a Gabriela, y a releer su libro de poemas Canción de amor para Carmen D.
Las memorias nunca duran lo que duró la experiencia, duran mucho más, caminan por donde quieren o desaparecen sin decir nada, sin que sepamos por qué, complicando más nuestra misteriosa relación con ellas. Han pasado ya más años desde que Gabriela (nunca le dije Gaby como otros amigos) dejara este mundo, que los años que fuimos amigas y ese hecho en sí mismo le da a este ejercicio un tono entrañable. Quienes hemos dejado nuestro país de niños para adoptar algún otro sabemos reconocernos a lo largo de la vida, pues no somos iguales a quienes crecieron y vivieron en un solo lugar. Adquirimos una condición de anfibio que permite una acción doble como mirar de adentro y mirar de afuera, pero que añade cierta lejanía; somos buenos viajeros, pero también extranjeros perennes.
De padre salvadoreño y madre mexicana, Gabriela pasó la infancia entre Puebla y San Salvador, extrañando a su abuela, yendo al correo; y más tarde buscando armar lazos visibles entre esos dos mundos, para ella esenciales, a través de poetas o escritores. Conocía cierto trasfondo político de ambos países mucho mejor que si los hubiera contemplado desde un solo lugar, otro rasgo de quien piensa que tiene que aplicarse para compensar el tiempo que ha pasado alejado. Al igual que yo en Gran Bretaña, ella había pasado algunos años de la niñez en Estados Unidos, hecho que nos lanzó naturalmente a los primeros intentos de traducción literaria.
Y aquí aparece un nuevo pliegue del tiempo: nuestra amistad epistolar fue mucho más larga que la directa. Cuando Gabriela terminó la universidad hizo un viaje a Yugoslavia donde se quedó varios meses; desde allí me mandaba cartas a México y después a París a donde yo viví temporalmente. Todo ese tiempo entre Yugoslavia, París y México está documentado en las constantes cartas que nos enviamos. También una visita mía a la casa de Dylan Thomas en Gales, tuvo que ver con nuestras cartas, pues fue por consejo suyo que yo fui a dar a aquella casita con forma de barco. Después, ya de vuelta en Bolivia, mis visitas al correo no fueron menos frecuentes. En mis primeros años en La Paz fui encargada de la sección literaria del periódico Presencia donde muchas veces publiqué artículos de Gabriela. Al terminarlos, ella los despachaba en un sobre; al recibirlos, yo entregaba la copia al diagramador y días después, cuando aparecían publicados, los recortaba y se los mandaba de vuelta, a veces junto con alguna otra cosa que pareciera interesante. Todo ese movimiento tenía su gracia, pues de algún modo remitía a esa gran máquina de producción literaria y periodística, cuya lógica sigue siendo difícil de comprender y en la que siempre quise estar metida. La mayoría de sus artículos eran sobre cine, su lenguaje era relajado pero definido; le interesaban directores de Europa del este, Tanner y también muchos mexicanos. Su libro Juan Rulfo y el cine, recuento de obras derivadas de textos de Rulfo es producto de aquellas reflexiones en las que su estilo y sus intereses quedaron entrelazados.
En algún momento Gabriela había dejado el D.F para volver a Puebla, allí sus padres tenían un anticuario en pleno callejón del Sapo donde ella y su novio armaron una galería en la que organizaban no pocos eventos. Uno de ellos cayó el día de San Jerónimo, patrono de los traductores; una tropa de literatos y pintores, más ateos que Marx en su mayoría, terminamos oyendo misa en la iglesia de San Jerónimo donde un cura no habló de preceptos morales, sino de la importancia de la traducción en la cultura humana, antes de que saliéramos todos contentos hacia un bar o restaurante de la ciudad. Siempre estaba Gonzalo, único hermano de Gabriela y amigo querido que tengo la alegría de conservar. Era curioso observarlos, la gran diferencia que tenían sus personalidades no sirvió para alejarlos, sino como el origen de una profunda complicidad que duró hasta la partida de Gabriela.
Fui muchas veces a Puebla, cada vez que aparecía por México tenía la costumbre de hacerlo. La última vez fue en la mañana. Estaba su hijita, Tamara. No visitamos la galería ni la iglesia. Aunque ya se sentía muy débil había organizado la visita de unos amigos de Tlaxcala que quería que yo conociera; comimos y charlamos largamente con ellos dos. Y volviendo al orden en el que ocurren los eventos importantes en nuestra vida, debo decir que Gabriela fue la primera amiga cercana que perdí. Años después partiría Gonzalo Oviedo, que quienes me conocen saben que fue mi mejor amigo, pero esa es otra parte de mi historia.
II
“El tiempo no pasa, estás igual que siempre” dice un verso de Canción de amor…, poema largo dividido en 25 partes que habla de amores perversos, también del doloroso proceso de la escritura. En él la voz poética toma el cuerpo y el alma de otra mujer, para después dejarla aparecer a ella, a Gabriela, con su tono claro, sus frases cortas, sus negativas contundentes. “Hubiera deseado cualquier otra cosa” es un verso que se repite varias veces mientras se combina la experiencia cotidiana con otra más lejana, inasible. Es un poema de pérdida, de despojo, pero también de descubrimiento y aceptación “Qué terrible que el tiempo no pase”.
La edición artesanal de este libro hace pensar en el mimeógrafo que tenía Gabriela y lo mucho que hablaba y se preocupaba por todo lo que implica la publicación de un texto, las grandes empresas editoriales, la dificultad de llegar a públicos apropiados, todo eso. También a un tiempo feliz en el que entré a la Ibero, conocí a gente que ya publicaba y me tomó de entrada como a uno de los suyos, me invitó al ya famoso taller de poesía de Hugo Gola del que tanto se ha dicho desde entonces, que tuvo muchas sedes, pero que en ese tiempo era justamente en departamento de Gabriela. Allí tradujimos algunos de los cuartetos de T.S Eliot, eran tal vez traducciones acartonadas como las que aprendimos que no hay que hacer. A Gabriela le gustaba Ernesto Cardenal, y me dejó otra importante herencia: el gusto por Francisco Goldman, novelista guatemalteco-americano que en su obra esboza tantas cosas importantes, y que se volvió un autor central de ese gran sueño que es para mí la novela.
…También porque es el único
espacio que me queda
todo me ha sido quitado
mi casa
mi país
mi abuela
porque es mi única propiedad
estrictamente privada
Comparto una estrofa de este libro mientras celebro (y como vemos no soy la única), la publicación en formato electrónico de este libro de poesía que tiene que ver con la buena literatura y también con algo que Resonancias 20/21 busca y trata de conservar, con algo que algunos aprendimos aunque no sepamos cómo llamarlo y que sirve para recordar a Gabriela, la poeta querida que vivía muy a prisa, a la que le gustaba decir las cosas abiertamente, a la que le gustaba decir la verdad.